Entonces el gigante me puso en una pecera, por suerte no tenía agua pues nunca aprendí a nadar. ¡Por favor se?or gigante, d?jeme salir! Nada de eso chiquilín, ¡ya ver?s como vamos a divertirnos! En la mano derecha el gigante tenía una caja de choco krispis del tama?o de un edificio: se ech? un pu?ado a la boca y arroj? otros pocos a la pecera; toma, para que no te mueras de hambre. El gigante me mir? con curiosidad, luego sonri? y me cerr? un ojo. Al rato regreso, dijo antes de alejarse; voy a buscarte compa?ía. Me qued? solo con mis miedos. ¿Compa?ía?, ese gigante estaba demasiado loco, lo mismo podía traer una tar?ntula, grande como su mano, que una muchacha de mi especie. Recorrí la pecera: medía veinte pasos de largo por doce de ancho y el piso estaba cubierto de piedras de colores. En una esquina encontr? el enorme esqueleto de un pez, en otra había un castillo de pl?stico lleno de moho. Entr? al castillo, tuve que agacharme para poder cruzar la puerta. ¿Estar? so?ando? ¿Qu? demonios hago yo en una pecera? Salí, a un lado del castillo habla una tapa de gerber llena de agua. Bebí un poco, aparentemente el agua estaba limpia. Me sent? en una piedra y saqu? todo lo que traía en las bolsas de mi abrigo: un libro de poesía, un ajedrez electr?nico, mi peque?o amuleto contra el mal de ojo. Ninguna cuerda, ninguna cantimplora llena de poci?n 'm?gica para volar y escaparme así de mi triste destino. Llor? un buen rato. Luego recogí un choco krispis, en mis manos era del tama?o de una baguette. Lo mordí: ¡auch!, demasiado duro. En fin, era preferible eso a morirme de hambre. Lleg? la noche y entr? al castillo. El frío me calaba hasta los huesos, pero era mayor mi cansancio así que me qued? dormido.
¡Yuju yuuuju!, canturre? el gigante. Abrí los ojos y me puse de pie como impulsado por un resorte: ya era de día. Mira a qui?n tenemos aquí; el enorme guante de cuero se abri? despacio, en la palma estaba un hombre melenudo y harapiento... ¿Fagus? No podía creerlo: era mi hermano mayor al que creíamos muerto desde hace cuatro a?os en la guerra de Constantinopla. Fagus fue arrojado al interior de la pecera. Al reconocerme corri? hacia mí y nos abrazamos entre l?grimas y gritos de felicidad. ¡D?jense de cursilerías!, rugi? el gigante desde arriba, la fetidez de su aliento casi nos hace vomitar. La situaci?n es la siguiente, dijo el gigante; hoy es lunes, me voy a ir de viaje pero regresar? el pr?ximo domingo. Para entonces, uno de ustedes debe de estar muerto. Si los encuentro vivos a los dos, no s?lo me los tragar? de un solo bocado, sino que ir? a pisotear su ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra. El gigante emiti? una diab?lica carcajada que hizo temblar su barriga como si fuera una gelatina. Luego meti? la mano al bolsillo de su chaleco y sac? un dedal, arrojando su contenido a la pecera. Aquí tienen armas para que peleen a muerte. Fagus y yo vimos incr?dulos las viejas pistolas del pirata Francis Drake, el martillo de Thor, la espada de Isildur que durante tantas generaciones había estado en el museo de nuestra ciudad. ¡Ejem!, exclam? el gigante; ahora que si lo que quieren es una muerte rom?ntica... Del otro bolsillo sac? un frasco verde, le dio vueltas a la tapa que result? ser un gotero, y verti? tres gotas de un líquido ambarino en el dedal, coloc?ndolo luego en la pecera. Un solo trago de este veneno provocar? una muerte instant?nea en cualquiera de ustedes, dijo el gigante. Otra cosa: si se les ocurre la ridícula idea de hacer un pacto suicida y los encuentro muertos a ambos, inundar? de alcohol su ciudad y le prender? un cerillo. ¡C?mo me voy a divertir viendo a sus cong?neres correr chamuscados en todas direcciones! Bueno mis peque?os amigos, espero que la pasen bien en mi ausencia; y el gigante emiti? otra terrible carcajada. ¡Ah!, olvidaba darles su comida: tom? la caja de choco krispis y nos arroj? un pu?ado. ¡Hasta el domingo! Los pasos del gigante se alejaron, haciendo retumbar las paredes transparentes de nuestra c?rcel.
El gusto de volver a vernos era mayor que la amenaza del gigante. El resto del día, Fagus y yo nos la pasamos hablando. Me cont? c?mo lo habían hecho esclavo de guerra en Constantinopla; estuve tres a?os trabajando de sol a sol en un molino, me daban de comer basura y latigazos, hasta hoy en la ma?ana cuando el gigante me liber?, aplastando con sus tenis a mis verdugos. Me pregunt? por sus hijas. Est?n bien, aunque al ver que no regresabas te dieron por muerto y pusieron otra l?pida junto a la tumba de tu esposa. ¿No se han casado? No, pero dudo que sigan solteras mucho tiempo. ¿Y tú qu? has hecho?, pregunt? Fagus. Me cas? hace medio a?o con Lia, la hija del herrero. ¡Pero si es una ni?a! No, reí; te aseguro que ha crecido bastante desde tu ausencia. Hablamos de los amigos, de c?mo había sido reconstruida la ciudad despu?s de la guerra. Luego nos callamos un buen rato. Contempl? a Fagus: estaba esquel?tico, ceniciento, ¿d?nde había quedado aquel guerrero impresionante que hacía correr al enemigo con s?lo llevar la mano al pomo de su espada y decir ¡bu!? Su triste mirada me record? al primer jabalí que mat? con mis propias manos, una de esas miradas donde no hay esperanza ni raz?n alguna para seguir de pie sobre la tierra. Lleg? la noche. Trat?bamos de no pensar. Conocíamos de sobra a los gigantes, no en balde nuestro padre había encontrado el fin de sus días en el est?mago de uno de ellos. ¡Maldici?n!, grit? golpeando con mis pu?os las gruesas paredes de la pecera; ¡maldito gigante hijo de puta! L?grimas de rabia surcaron mis mejillas hasta que los brazos enflaquecidos de Fagus me abrazaron. ¡C?lmate hermano!, no tiene caso perder la cordura. Vamos a dormir, ma?ana pensaremos qu? hacer. Debe de haber una salida.
El martes y el mi?rcoles pasaron volando, las horas eran granos de arena en el reloj del destino. Fagus y yo nos rompimos la cabeza buscando la forma de escapar. No tiene caso hermano, sup?n que logramos fugarnos: el gigante no nos lo perdonaría y su venganza seria incendiar nuestra ciudad. Era cierto. Adem?s ni siquiera podríamos bajar de la mesa, la enorme mesa sobre la que descansaba nuestra c?rcel. Despu?s de una amarga noche de insomnio lleg? el jueves. En la penumbra del amanecer, las armas tiradas entre las piedras de la pecera brillaban como burl?ndose de nosotros. Quedaban muy pocos choco krispis. El silencio era cada vez m?s denso. Evit?bamos mirarnos. Evit?bamos estar cerca. Si Fagus entraba al castillo de pl?stico, yo salía, y viceversa. Ni siquiera los duros a?os de la guerra nos habían preparado para una situaci?n como esta.
Durante todo el jueves lo único que hicimos fue recorrer la pecera a grandes pasos. Parecíamos aut?matas. Varias veces sorprendí a Fagus murmurando incoherencias, quiz? sin darme cuenta yo hacía lo mismo. Poco antes del anochecer Fagus se detuvo frente a mí, sus ojos eran dos obsidianas encendidas. Hermano, dijo poniendo sus manos en mis hombros; he decidido tomarme el veneno y acabar de una vez por todas con esta angustia. El horror aceler? los latidos de mi coraz?n: ¡No Fagus, eso no! ¡En tal caso ech?moslo a la suerte! Una sonrisa de ultratumba arrug? el rostro de mi hermano, es mejor que yo muera, soy el m?s viejo; tú tienes una esposa, una vida por delante. Yo en cambio soy hombre muerto desde el día en que me atraparon mis verdugos. No Fagus, yo no podría vivir con tu sacrificio a cuestas, ¡ech?moslo a la suerte, y que Dios se apiade de nosotros! Entonces record? mi ajedrez electr?nico, ¡una partida de ajedrez, claro! De la bolsa de mi abrigo saque el estuche, al mirarlo pens? en un sarc?fago diminuto. Un honorable duelo entre hermanos, esa era la única, la espantosa soluci?n. Fagus, juguemos una partida de ajedrez, el perdedor tendr? que tomarse el veneno. Fagus estuvo de acuerdo, había sombras alrededor de sus ojos decr?pitos. Decidimos comenzar la partida al día siguiente.
Esa noche no pude dormir ni un segundo. De ni?os, nuestra instrucci?n b?lica incluía al ajedrez. Para nosotros era m?s que un simple juego: en el tablero aprendimos las t?cticas, los misteriosos caminos para llegar a la victoria. Quien en la vida de la guerra aplica las leyes del ajedrez, sabe que el factor suerte puede reducirse a cero. Al amanecer Fagus y yo bebimos agua y comimos nuestra diaria raci?n de alimento, medio choco krispis cada quien. Luego desdobl? el tablero encima de una piedra y colocamos las piezas en silencio. Yo jugaría con blancas, Fagus con negras. Aunque anteriormente muy pocas veces había logrado ganarle a Fagus en el ajedrez, eso se compensaba con los cuatro a?os que ?l había dejado de practicar, cuatro a?os en los que yo derrot? a varios campeones. Así comenz? la partida: pe?n cuatro rey, pe?n cuatro rey. Caballo tres alfil rey, caballo tres alfil dama. Alfil cuatro alfil, pe?n tres dama... Para uno de nosotros, este era el último juego.
Había que cuidarse de los caballos de Fagus: se metían en todas partes entorpeciendo mis t?cticas de ataque. Las jugadas se llevaban cada vez m?s tiempo conforme avanzaba la partida, habíamos puesto un límite de una hora por tirada. Para el atardecer, Fagus se había apoderado de mi torre, y aunque yo le había comido un alfil y tres peones, su posici?n era muy ventajosa; seguramente ya había planeado una estrategia indestructible. Cerr? los ojos, vi a dos ni?os peque?os jugando al ajedrez bajo la supervisi?n de un viejo maestro; estaban en un sal?n cuya terraza daba a los jardines, los hermosos jardines que eran el orgullo de nuestro padre. La cadena de pensamientos me llev? hasta los ojos de mi mujer: estaba triste, muy triste. Hasta antes de ser atrapado por el gigante, mi futuro había sido una promesa de feliz vejez al lado de mi esposa. Jaque, dijo Fagus moviendo su dama y haci?ndome regresar a la realidad. Cubrí el ataque con mi torre y mir? a mi hermano, de alguna extra?a manera su presencia me incomodaba: el gigante había logrado que ahora lo viera como un enemigo. Si Fagus gana, pens?, voy a tener que asesinarlo. Un escalofrío recorri? mi espalda; no, no puedo matar a mi propio hermano, tengo que concentrarme en la partida. Al anochecer, la falta de luz nos oblig? a suspender el juego, así que nos fuimos a dormir. Me di cuenta que en todo el día s?lo habíamos hablado para anunciar los jaques. Me qued? dormido de inmediato.
Y lleg? el s?bado, y lleg? la tarde del s?bado. Jaque mate. Fagus mir? el tablero con incredulidad: era cierto, pese a su gran ventaja material, al mover mi caballo había dejado al descubierto el ataque de una torre, aplicando así el inevitable jaque mate. Yo tampoco podía creerlo; durante las larguísimas horas de juego, Fagus había ido recortando mi ej?rcito hasta dejarme tan solo un caballo, una torre, mi rey y dos peones. Las piezas amontonadas en el flanco de su rey, en vez de protegerlo, le cerraron las posibles salidas. Vi a Fagus, su sorpresa y disgusto me convencieron de que no se había dejado ganar. Excelente... excelente mate, dijo Fagus; luego se levant? muy despacio, como si hubiera estado sentado trescientos a?os detr?s del tablero. Yo no pude mirarlo a los ojos. Mi coraz?n era jalado por dos fuerzas contrarias: el pesar por la pr?xima muerte de mi hermano, y la dulce esperanza de volver a los brazos de mi esposa en cuanto el gigante me liberara. Faltaba poco para el anochecer. Ahora lo sabía: esa iba a ser la última noche en la vida de Fagus. Quise hablar pero las palabras se negaron a salir de mi boca. No podía llorar, ni siquiera sabía como definir las sensaciones que me invadieron. Con mucho cuidado guard? las piezas en su estuche, dobl? el tablero y me dirigí al interior del castillo. No me atreví a enfrentar a Fagus en su dolor, ojal? me mate mientras duermo, pens?; ojal? esto s?lo fuera una pesadilla.
El domingo en la ma?ana, despu?s de compartir el último choco krispis, Fagus se bebi? el veneno. Yo había imaginado ese día como una fecha memorable en la que uno de los dos hablaría de cosas trascendentes antes de morir. La verdad es que no estuve con Fagus en los últimos momentos. No s? qu? pens?, ni fui testigo de sus últimas palabras, si es que las dijo. Yo estaba en el castillo pensando en una última, desesperada salida para evitar el sacrificio de mi hermano; tal vez si finge que est? muerto, tal vez si nos escondemos... Entonces oí un grito y al salir corriendo del castillo vi a Fagus en el suelo, retorci?ndose como un jabalí malherido. ¡Hermano!, grit? tom?ndolo en mis brazos. Por lo menos el gigante no había mentido: la muerte de Fagus fue instant?nea.
Han pasado dos semanas desde entonces.
El gigante nunca regres?.
El cad?ver de mi hermano est? cada vez m?s putrefacto.
Cada vez es m?s difícil masticar su carne.
¡Yuju yuuuju!, canturre? el gigante. Abrí los ojos y me puse de pie como impulsado por un resorte: ya era de día. Mira a qui?n tenemos aquí; el enorme guante de cuero se abri? despacio, en la palma estaba un hombre melenudo y harapiento... ¿Fagus? No podía creerlo: era mi hermano mayor al que creíamos muerto desde hace cuatro a?os en la guerra de Constantinopla. Fagus fue arrojado al interior de la pecera. Al reconocerme corri? hacia mí y nos abrazamos entre l?grimas y gritos de felicidad. ¡D?jense de cursilerías!, rugi? el gigante desde arriba, la fetidez de su aliento casi nos hace vomitar. La situaci?n es la siguiente, dijo el gigante; hoy es lunes, me voy a ir de viaje pero regresar? el pr?ximo domingo. Para entonces, uno de ustedes debe de estar muerto. Si los encuentro vivos a los dos, no s?lo me los tragar? de un solo bocado, sino que ir? a pisotear su ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra. El gigante emiti? una diab?lica carcajada que hizo temblar su barriga como si fuera una gelatina. Luego meti? la mano al bolsillo de su chaleco y sac? un dedal, arrojando su contenido a la pecera. Aquí tienen armas para que peleen a muerte. Fagus y yo vimos incr?dulos las viejas pistolas del pirata Francis Drake, el martillo de Thor, la espada de Isildur que durante tantas generaciones había estado en el museo de nuestra ciudad. ¡Ejem!, exclam? el gigante; ahora que si lo que quieren es una muerte rom?ntica... Del otro bolsillo sac? un frasco verde, le dio vueltas a la tapa que result? ser un gotero, y verti? tres gotas de un líquido ambarino en el dedal, coloc?ndolo luego en la pecera. Un solo trago de este veneno provocar? una muerte instant?nea en cualquiera de ustedes, dijo el gigante. Otra cosa: si se les ocurre la ridícula idea de hacer un pacto suicida y los encuentro muertos a ambos, inundar? de alcohol su ciudad y le prender? un cerillo. ¡C?mo me voy a divertir viendo a sus cong?neres correr chamuscados en todas direcciones! Bueno mis peque?os amigos, espero que la pasen bien en mi ausencia; y el gigante emiti? otra terrible carcajada. ¡Ah!, olvidaba darles su comida: tom? la caja de choco krispis y nos arroj? un pu?ado. ¡Hasta el domingo! Los pasos del gigante se alejaron, haciendo retumbar las paredes transparentes de nuestra c?rcel.
El gusto de volver a vernos era mayor que la amenaza del gigante. El resto del día, Fagus y yo nos la pasamos hablando. Me cont? c?mo lo habían hecho esclavo de guerra en Constantinopla; estuve tres a?os trabajando de sol a sol en un molino, me daban de comer basura y latigazos, hasta hoy en la ma?ana cuando el gigante me liber?, aplastando con sus tenis a mis verdugos. Me pregunt? por sus hijas. Est?n bien, aunque al ver que no regresabas te dieron por muerto y pusieron otra l?pida junto a la tumba de tu esposa. ¿No se han casado? No, pero dudo que sigan solteras mucho tiempo. ¿Y tú qu? has hecho?, pregunt? Fagus. Me cas? hace medio a?o con Lia, la hija del herrero. ¡Pero si es una ni?a! No, reí; te aseguro que ha crecido bastante desde tu ausencia. Hablamos de los amigos, de c?mo había sido reconstruida la ciudad despu?s de la guerra. Luego nos callamos un buen rato. Contempl? a Fagus: estaba esquel?tico, ceniciento, ¿d?nde había quedado aquel guerrero impresionante que hacía correr al enemigo con s?lo llevar la mano al pomo de su espada y decir ¡bu!? Su triste mirada me record? al primer jabalí que mat? con mis propias manos, una de esas miradas donde no hay esperanza ni raz?n alguna para seguir de pie sobre la tierra. Lleg? la noche. Trat?bamos de no pensar. Conocíamos de sobra a los gigantes, no en balde nuestro padre había encontrado el fin de sus días en el est?mago de uno de ellos. ¡Maldici?n!, grit? golpeando con mis pu?os las gruesas paredes de la pecera; ¡maldito gigante hijo de puta! L?grimas de rabia surcaron mis mejillas hasta que los brazos enflaquecidos de Fagus me abrazaron. ¡C?lmate hermano!, no tiene caso perder la cordura. Vamos a dormir, ma?ana pensaremos qu? hacer. Debe de haber una salida.
El martes y el mi?rcoles pasaron volando, las horas eran granos de arena en el reloj del destino. Fagus y yo nos rompimos la cabeza buscando la forma de escapar. No tiene caso hermano, sup?n que logramos fugarnos: el gigante no nos lo perdonaría y su venganza seria incendiar nuestra ciudad. Era cierto. Adem?s ni siquiera podríamos bajar de la mesa, la enorme mesa sobre la que descansaba nuestra c?rcel. Despu?s de una amarga noche de insomnio lleg? el jueves. En la penumbra del amanecer, las armas tiradas entre las piedras de la pecera brillaban como burl?ndose de nosotros. Quedaban muy pocos choco krispis. El silencio era cada vez m?s denso. Evit?bamos mirarnos. Evit?bamos estar cerca. Si Fagus entraba al castillo de pl?stico, yo salía, y viceversa. Ni siquiera los duros a?os de la guerra nos habían preparado para una situaci?n como esta.
Durante todo el jueves lo único que hicimos fue recorrer la pecera a grandes pasos. Parecíamos aut?matas. Varias veces sorprendí a Fagus murmurando incoherencias, quiz? sin darme cuenta yo hacía lo mismo. Poco antes del anochecer Fagus se detuvo frente a mí, sus ojos eran dos obsidianas encendidas. Hermano, dijo poniendo sus manos en mis hombros; he decidido tomarme el veneno y acabar de una vez por todas con esta angustia. El horror aceler? los latidos de mi coraz?n: ¡No Fagus, eso no! ¡En tal caso ech?moslo a la suerte! Una sonrisa de ultratumba arrug? el rostro de mi hermano, es mejor que yo muera, soy el m?s viejo; tú tienes una esposa, una vida por delante. Yo en cambio soy hombre muerto desde el día en que me atraparon mis verdugos. No Fagus, yo no podría vivir con tu sacrificio a cuestas, ¡ech?moslo a la suerte, y que Dios se apiade de nosotros! Entonces record? mi ajedrez electr?nico, ¡una partida de ajedrez, claro! De la bolsa de mi abrigo saque el estuche, al mirarlo pens? en un sarc?fago diminuto. Un honorable duelo entre hermanos, esa era la única, la espantosa soluci?n. Fagus, juguemos una partida de ajedrez, el perdedor tendr? que tomarse el veneno. Fagus estuvo de acuerdo, había sombras alrededor de sus ojos decr?pitos. Decidimos comenzar la partida al día siguiente.
Esa noche no pude dormir ni un segundo. De ni?os, nuestra instrucci?n b?lica incluía al ajedrez. Para nosotros era m?s que un simple juego: en el tablero aprendimos las t?cticas, los misteriosos caminos para llegar a la victoria. Quien en la vida de la guerra aplica las leyes del ajedrez, sabe que el factor suerte puede reducirse a cero. Al amanecer Fagus y yo bebimos agua y comimos nuestra diaria raci?n de alimento, medio choco krispis cada quien. Luego desdobl? el tablero encima de una piedra y colocamos las piezas en silencio. Yo jugaría con blancas, Fagus con negras. Aunque anteriormente muy pocas veces había logrado ganarle a Fagus en el ajedrez, eso se compensaba con los cuatro a?os que ?l había dejado de practicar, cuatro a?os en los que yo derrot? a varios campeones. Así comenz? la partida: pe?n cuatro rey, pe?n cuatro rey. Caballo tres alfil rey, caballo tres alfil dama. Alfil cuatro alfil, pe?n tres dama... Para uno de nosotros, este era el último juego.
Había que cuidarse de los caballos de Fagus: se metían en todas partes entorpeciendo mis t?cticas de ataque. Las jugadas se llevaban cada vez m?s tiempo conforme avanzaba la partida, habíamos puesto un límite de una hora por tirada. Para el atardecer, Fagus se había apoderado de mi torre, y aunque yo le había comido un alfil y tres peones, su posici?n era muy ventajosa; seguramente ya había planeado una estrategia indestructible. Cerr? los ojos, vi a dos ni?os peque?os jugando al ajedrez bajo la supervisi?n de un viejo maestro; estaban en un sal?n cuya terraza daba a los jardines, los hermosos jardines que eran el orgullo de nuestro padre. La cadena de pensamientos me llev? hasta los ojos de mi mujer: estaba triste, muy triste. Hasta antes de ser atrapado por el gigante, mi futuro había sido una promesa de feliz vejez al lado de mi esposa. Jaque, dijo Fagus moviendo su dama y haci?ndome regresar a la realidad. Cubrí el ataque con mi torre y mir? a mi hermano, de alguna extra?a manera su presencia me incomodaba: el gigante había logrado que ahora lo viera como un enemigo. Si Fagus gana, pens?, voy a tener que asesinarlo. Un escalofrío recorri? mi espalda; no, no puedo matar a mi propio hermano, tengo que concentrarme en la partida. Al anochecer, la falta de luz nos oblig? a suspender el juego, así que nos fuimos a dormir. Me di cuenta que en todo el día s?lo habíamos hablado para anunciar los jaques. Me qued? dormido de inmediato.
Y lleg? el s?bado, y lleg? la tarde del s?bado. Jaque mate. Fagus mir? el tablero con incredulidad: era cierto, pese a su gran ventaja material, al mover mi caballo había dejado al descubierto el ataque de una torre, aplicando así el inevitable jaque mate. Yo tampoco podía creerlo; durante las larguísimas horas de juego, Fagus había ido recortando mi ej?rcito hasta dejarme tan solo un caballo, una torre, mi rey y dos peones. Las piezas amontonadas en el flanco de su rey, en vez de protegerlo, le cerraron las posibles salidas. Vi a Fagus, su sorpresa y disgusto me convencieron de que no se había dejado ganar. Excelente... excelente mate, dijo Fagus; luego se levant? muy despacio, como si hubiera estado sentado trescientos a?os detr?s del tablero. Yo no pude mirarlo a los ojos. Mi coraz?n era jalado por dos fuerzas contrarias: el pesar por la pr?xima muerte de mi hermano, y la dulce esperanza de volver a los brazos de mi esposa en cuanto el gigante me liberara. Faltaba poco para el anochecer. Ahora lo sabía: esa iba a ser la última noche en la vida de Fagus. Quise hablar pero las palabras se negaron a salir de mi boca. No podía llorar, ni siquiera sabía como definir las sensaciones que me invadieron. Con mucho cuidado guard? las piezas en su estuche, dobl? el tablero y me dirigí al interior del castillo. No me atreví a enfrentar a Fagus en su dolor, ojal? me mate mientras duermo, pens?; ojal? esto s?lo fuera una pesadilla.
El domingo en la ma?ana, despu?s de compartir el último choco krispis, Fagus se bebi? el veneno. Yo había imaginado ese día como una fecha memorable en la que uno de los dos hablaría de cosas trascendentes antes de morir. La verdad es que no estuve con Fagus en los últimos momentos. No s? qu? pens?, ni fui testigo de sus últimas palabras, si es que las dijo. Yo estaba en el castillo pensando en una última, desesperada salida para evitar el sacrificio de mi hermano; tal vez si finge que est? muerto, tal vez si nos escondemos... Entonces oí un grito y al salir corriendo del castillo vi a Fagus en el suelo, retorci?ndose como un jabalí malherido. ¡Hermano!, grit? tom?ndolo en mis brazos. Por lo menos el gigante no había mentido: la muerte de Fagus fue instant?nea.
Han pasado dos semanas desde entonces.
El gigante nunca regres?.
El cad?ver de mi hermano est? cada vez m?s putrefacto.
Cada vez es m?s difícil masticar su carne.
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