La puerta qued? abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y pudrirme allí si lo deseaba. Nadie me hablaría ni me miraría m?s de una vez, s?lo lo suficiente para ver la se?al en mi frente. Yo era invisible.
Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metaf?rica. Seguía conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a verme.
Yo era invisible.
La primera noche de mi invisibilidad fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos m?s caros, una comida de cien unidades, y luego me desvanecería convenientemente antes de la presentaci?n de la cuenta.
Estaba confundido. Ni siquiera llegu? a sentarme. Esper? en la puerta media hora, mientras pasaba junto a mí una y otra vez un maitre d'hotel que, indudablemente, se había enfrentado muchas veces a la misma situaci?n. Comprendí que ocupar una mesa no me serviría de nada. Ningún camarero me atendería.
Claro que podía entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Podía perturbar la rutina de trabajo del restaurante. Pero me decidí en contra. La sociedad tiene sus modos de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por supuesto, ni con una defensa intencional. ¿Pero qui?n impugnaría la afirmaci?n de un chef de que no había visto a nadie ante ?l cuando se le cay? el puchero de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como una espada de dos filos.
Salí del restaurante.
A última hora del día, llegu? a una de esas casas de ba?os donde las muchachas trabajadoras pueden ba?arse por un par de monedas. Sonreí maliciosamente y subí las escaleras. El empleado de la puerta me lanz? apenas una mirada de asombro—aquello fue un peque?o triunfo para mí—, pero no se atrevi? a detenerme.
Entr?.
Me asalt? un fuerte olor a jab?n y sudor. Seguí adelante. Pas? por los vestuarios, donde colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurri? que podía sacar de esos bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde inter?s cuando resulta demasiado f?cil. Ya lo sabían los que imaginaron la invisibilidad.
Seguí adelante y entr? en los ba?os propiamente dichos.
Había allí cientos de mujeres. Muchachas núbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron cuidado de no demostrar una aut?ntica reacci?n ante mi presencia. Había matronas supervisoras montando la guardia. ¿Y qui?n sabe si informarían de que alguien se había dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?
Así que las observ? mientras se ba?aban. Observ? quinientos pares de senos en movimiento, cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina al descubierto. Mi reacci?n era confusa: por un lado, la sensaci?n de haber hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanct?rum sin que me detuvieran, pero tambi?n, surgiendo lentamente en mi interior, una sensaci?n de.. ¿Pena? ¿Aburrimiento? ¿Repulsi?n?
No era capaz de analizarlo. Parecía como si una mano húmeda oprimiese mi cuello. Salí r?pidamente. El olor del agua jabonosa perdur? en mi nariz durante muchas horas, y la visi?n de la carne rosada persigui? mis sue?os aquella noche. Comí solo en uno de los autom?ticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvanecía muy pronto.
Era ?ste uno de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno podía entrar en la casa de ba?os sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedían que gimieras en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te perfora el ap?ndice, ¡vaya, qu? lastima! Ser? un escarmiento para aquellos que quieran seguir tu ejemplo!
Aun así, me burlaba de ellos, me reía y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo, por la soledad. Entraba en los teatros —donde los felices comedores de loto permanecían sentados en sus sillas, encantados ante las im?genes tridimensionales— y me ponía a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se atrevía a protestar contra mi. El brillo de la marca en mi frente les aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacían.
Había malos momentos, buenos momentos, momentos en que me sentía un gigante y caminaba rebosante de desprecio entre los imb?ciles visibles. Y momentos de locura..., he de admitirlo. El que ha pasado por la condici?n de invisibilidad involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo desequilibrado.
¿Los he llamado momentos de paranoia? Maniaco-depresivos sería m?s adecuado. El p?ndulo seguía su ritmo. Los días en que únicamente sentía desprecio por los idiotas visibles que me rodeaban se equilibraban con los días en que el aislamiento me abrumaba. Entonces recorría las calles interminablemente, hasta m?s all? de las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. ¿Sabían ustedes que todavía hay mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y desaseado piden limosna.
Pero nadie me pidi? una moneda. S?lo una vez se me acerc? un ciego.
—¡Por el amor de Dios' —gimi?—. Ayúdeme a comprarme unos ojo nuevos en el banco de ojos.
Eran las primeras palabras que me dirigía un ser humano el muchos meses. Empec? a buscar dinero en los bolsillos, con el prop?sito de darle todas las unidades que llevara como muestra de gratitud. ¿Por qu? no? Podía conseguir muchas m?s sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, un figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. Oí que susurraba una sola palabra: " Invisible". Y ambos se largaron como dos ratones asustados. Qued? allí en pie, ofreciendo estúpidamente mi dinero
PWNED
Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metaf?rica. Seguía conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a verme.
Yo era invisible.
La primera noche de mi invisibilidad fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos m?s caros, una comida de cien unidades, y luego me desvanecería convenientemente antes de la presentaci?n de la cuenta.
Estaba confundido. Ni siquiera llegu? a sentarme. Esper? en la puerta media hora, mientras pasaba junto a mí una y otra vez un maitre d'hotel que, indudablemente, se había enfrentado muchas veces a la misma situaci?n. Comprendí que ocupar una mesa no me serviría de nada. Ningún camarero me atendería.
Claro que podía entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Podía perturbar la rutina de trabajo del restaurante. Pero me decidí en contra. La sociedad tiene sus modos de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por supuesto, ni con una defensa intencional. ¿Pero qui?n impugnaría la afirmaci?n de un chef de que no había visto a nadie ante ?l cuando se le cay? el puchero de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como una espada de dos filos.
Salí del restaurante.
A última hora del día, llegu? a una de esas casas de ba?os donde las muchachas trabajadoras pueden ba?arse por un par de monedas. Sonreí maliciosamente y subí las escaleras. El empleado de la puerta me lanz? apenas una mirada de asombro—aquello fue un peque?o triunfo para mí—, pero no se atrevi? a detenerme.
Entr?.
Me asalt? un fuerte olor a jab?n y sudor. Seguí adelante. Pas? por los vestuarios, donde colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurri? que podía sacar de esos bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde inter?s cuando resulta demasiado f?cil. Ya lo sabían los que imaginaron la invisibilidad.
Seguí adelante y entr? en los ba?os propiamente dichos.
Había allí cientos de mujeres. Muchachas núbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron cuidado de no demostrar una aut?ntica reacci?n ante mi presencia. Había matronas supervisoras montando la guardia. ¿Y qui?n sabe si informarían de que alguien se había dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?
Así que las observ? mientras se ba?aban. Observ? quinientos pares de senos en movimiento, cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina al descubierto. Mi reacci?n era confusa: por un lado, la sensaci?n de haber hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanct?rum sin que me detuvieran, pero tambi?n, surgiendo lentamente en mi interior, una sensaci?n de.. ¿Pena? ¿Aburrimiento? ¿Repulsi?n?
No era capaz de analizarlo. Parecía como si una mano húmeda oprimiese mi cuello. Salí r?pidamente. El olor del agua jabonosa perdur? en mi nariz durante muchas horas, y la visi?n de la carne rosada persigui? mis sue?os aquella noche. Comí solo en uno de los autom?ticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvanecía muy pronto.
Era ?ste uno de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno podía entrar en la casa de ba?os sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedían que gimieras en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te perfora el ap?ndice, ¡vaya, qu? lastima! Ser? un escarmiento para aquellos que quieran seguir tu ejemplo!
Aun así, me burlaba de ellos, me reía y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo, por la soledad. Entraba en los teatros —donde los felices comedores de loto permanecían sentados en sus sillas, encantados ante las im?genes tridimensionales— y me ponía a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se atrevía a protestar contra mi. El brillo de la marca en mi frente les aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacían.
Había malos momentos, buenos momentos, momentos en que me sentía un gigante y caminaba rebosante de desprecio entre los imb?ciles visibles. Y momentos de locura..., he de admitirlo. El que ha pasado por la condici?n de invisibilidad involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo desequilibrado.
¿Los he llamado momentos de paranoia? Maniaco-depresivos sería m?s adecuado. El p?ndulo seguía su ritmo. Los días en que únicamente sentía desprecio por los idiotas visibles que me rodeaban se equilibraban con los días en que el aislamiento me abrumaba. Entonces recorría las calles interminablemente, hasta m?s all? de las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. ¿Sabían ustedes que todavía hay mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y desaseado piden limosna.
Pero nadie me pidi? una moneda. S?lo una vez se me acerc? un ciego.
—¡Por el amor de Dios' —gimi?—. Ayúdeme a comprarme unos ojo nuevos en el banco de ojos.
Eran las primeras palabras que me dirigía un ser humano el muchos meses. Empec? a buscar dinero en los bolsillos, con el prop?sito de darle todas las unidades que llevara como muestra de gratitud. ¿Por qu? no? Podía conseguir muchas m?s sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, un figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. Oí que susurraba una sola palabra: " Invisible". Y ambos se largaron como dos ratones asustados. Qued? allí en pie, ofreciendo estúpidamente mi dinero
PWNED
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